Semmelweis fue un destacado obstetra que con 28 años, en 1846, fue nombrado asistente del reconocido profesor Klein en una de las maternidades más famosas de Austria, la del Hospicio General de Viena. El joven especialista húngaro estaba entonces muy preocupado porque había descubierto que las mujeres que daban a luz en casa tenían mucho mejor supervivencia que las que acudían al hospital. Morían un 30% de las parturientas y en algunas salas hasta el 96%. Todas por igual causa, la fiebre puerperal que sigue al parto.
En su afán por saber qué estaba pasando, descubrió que las áreas donde se registraba mayor mortalidad eran las visitadas por los estudiantes. Los alumnos, según vio, atendían a las mujeres justo después de asistir a las sesiones de medicina forense en el pabellón de Anatomía. No había evidencia científica, pero para Semmelweis estaba claro: sus manos estaban infectadas.
La prueba definitiva de lo que estaba buscando la logró el día que asistió a la muerte de uno de sus colegas, debida a una infección generalizada. La víctima se había cortado con un bisturí usado en una autopsia y a Semmelweis se le encendió la bombilla. Colocó delante de su quirófano un lavabo con agua y un potente desinfectante (una solución de cloruro cálcico) y obligó a médicos y estudiantes a lavarse las manos para entrar a sus quirófanos. ¿Qué ocurrió? Lo esperado. Las muertes cayeron por debajo del 1%.
Calvario, mendicidad y muerte
A Klein no le hizo gracia el asunto y se ocupó personalmente de poner
en contra de su compañero a toda la profesión médica, hasta que logró
su destierro. ¿Quién era ese chaval nuevo para poner en entredicho la
profesionalidad de nada menos que de los médicos? Las mujeres, según la
profesión médica de la época, no podían morirse infectadas por las manos
de un galeno, ¡habrase visto!, sino por su propia debilidad, una dieta
inadecuada, emanaciones fétidas de suelos y aguas impuras (miasmas) o
por el influjo de la luna... pero ¿por unas manos sucias?Semmelweis vivió como un mendigo hasta que otro profesional le descubrió muerto de hambre en las calles de Budapest y le facilitó un nuevo empleo en un hospital de la ciudad. La historia se repitió. Al final de sus días, el especialista tuvo que ser asistido en un psiquiátrico, víctima de una sepsis, una infección generalizada, el mal al que había tratado de combatir durante toda su vida.
Cuenta la leyenda que aprovechó un permiso para demostrar su certeza y que se infectó a propósito, con material contaminado procedente de una autopsia. Aún así nadie le creyó hasta 15 años después de su muerte, cuando un francés, Louis Pasteur, comenzó a hablar de microbios. Entonces todos lo vieron: efectivamente, Semmelweis tenía razón. "El salvador de las madres, el hombre al que en otro tiempo llamaron asesino, murió de lo que quería curar", afirma Benedek Varga, director del museo Semmelweis de Budapest, que colabora con la Unesco en la organización del año dedicado al notable médico húngaro.
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